La guerra silenciada va camino de dos años
Cuando un trabajador humanitario muere en el eco se redobla. No es porque su vida sea más importante que la de cualquier civil, pero sí por el altavoz que lleva y el mensaje que significa: no hay reglas, nadie está a salvo. El sábado, el Comité Internacional de Rescate confirmó la muerte de uno de sus empleados en la ciudad de Shire, en Etiopía. Allí estaba dando alimentos a una región donde ya desde principios de año una de cada ocho personas no sabía si tendría comida al despertar.
No son los únicos trabajadores humanitarios en perder la vida trabajando en la guerra de Tigray. En junio de 2021, la española María Hernández de Médicos Sin Fronteras fue asesinada junto a sus compañeros etíopes Yohannes Reda y Tedros Gebremichael tras un ataque. Con este último ataque, cerca de una treintena de trabajadores humanitarios han muerto en Tigray desde que comenzara el conflicto en noviembre de 2020.
La guerra está en su peor momento en casi ya dos años de conflicto: en poco más de una semana se ha visto un bombardeo a un centro de refugiados con 50 muertos, otro con 6 civiles muertos y 80 heridos. A ello se le suman las muertes evitables por falta de medicinas, como las doce personas que de media fallecen cada semana por diabetes ante la falta de insulina.
Los números reales de muertos no se saben por la falta de acceso e información en una región del tamaño de Aragón y población de Madrid. Los intentos de alto al fuego, como el conseguido inicialmente por mediación estadounidense, han fallado y solo han servido para retomar el conflicto con más fuerza. Mientras los focos siguen en Ucrania, Tigray se desangra.