#EnBenínTomandoUnMojitoSobreElLago
Hay un tipo de turismo donde la cotidianidad de los pueblos africanos se convierte en una atracción turística más, algo más que fotografiar, click click.
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Que las redes sociales han distorsionado nuestra forma de ver la realidad y han modificado incluso nuestros comportamientos a la hora de vivir no es ninguna novedad en este mundo globalizado y acelerado en el que vivimos. Globalización. Mundo acelerado. Conceptos bien abusados, erosionados por su uso constante para definir lo contemporáneo: no sé a ustedes, pero a mí me hacen poner los ojos en blanco con hartazgo, aunque esté de acuerdo en que vivimos totalmente abducidos por las pantallas, nos encomendamos a ellas y a sus tendencias aunque no queramos. Vivimos con el cuerpo tenso presos de la prisa y del estímulo. Pensamos que llevar rutinas en las que estamos ocupados de forma constante es señal de éxito. Eso, y pegarnos un viajecito de dos semanas a otro país -cuánto más lejos mejor- dónde reconectar y poder subir la foto que toque a Instagram. El imaginario para sitios como París, por ejemplo, es fácil: posado con sonrisa, río Sena y Torre Eiffel al fondo; Roma: vídeo tirando la monedita a la Fontana di Trevi; Maldivas: aguas transparentes y arena blanca en alguna playa paradisíaca. Ah, y si sales bebiendo de un coco con una cañita de algún color chillón y el último bikini de Calzedonia, mejor que mejor.
Copiamos lo que vemos en redes, incluso a la hora de viajar. Y ya no es solo que lo copiemos: incluso lo perseguimos, como si fuera un must, un check en una lista de tareas pendientes a completar para ser Esa Persona Que Vive la Vida Plenamente. Sea como sea, el mundo es cada vez un lugar más abierto: viajamos con más frecuencia y más lejos, lo que llevaría a pensar que nuestras mentes también se abren cada vez más, que las ideas preconcebidas que podamos tener sobre ciertos lugares evolucionan para alejarse del cliché o el estereotipo.
“¿A dónde vas a irte en tus vacaciones?” Cuando la pregunta me asaltaba a mediados de año y decía “Benín”, las respuestas eran muy variopintas. “¿Berlín?” o “¿Y eso dónde está?”, así que opté por añadir la muletilla antes de que llegara la réplica: “A Benín, es un sitio chiquito que está al lado de Nigeria”. No me extrañaba la confusión. Hasta el año pasado, lo poco que yo misma sabía de este pequeño país de África Occidental era que su presidente se llama Patrice Talon y que en el norte “está empezando a haber movidas con el terrorismo”. Algo había escuchado del vudú, pero esta riqueza cultural quedaba relegada a segundo plano cuando se colaba ese rasgo que, según el imaginario colectivo de Occidente, sí puede corresponder al continente africano. Características que según nuestras cabezas bombardeadas por el mismo tipo de noticias cada día, sí le pegarían a un sitio como Benín: la violencia y la inestabilidad.
De este país africano no hay -todavía- una estampa típica apoltronada en algún rincón de nuestra cabeza lista para aparecer cuando se menciona su nombre, ni miles de publicaciones de Instagram que repitan una foto igual en el mismo lugar. Hashtag Benín, hashtag cunadelvudú, hashtag palaciosdeAbomey. Es un país poco explotado por la industria turística que seguramente no esté en la lista de los ‘10 países que visitar antes de morir’ de mucha gente. Por lo tanto, tendemos a incluirlo en la misma etiqueta en la que englobamos a otros 54 países más: África.
¿Y qué es África desde la mirada española y europea? “Pobreza o safari, sin opciones intermedias”, dice el escritor Dipo Faloyin en su libro África no es un país. “Muchísimas personas solo pueden imaginarse lo que han sido programadas para creer. No son capaces de imaginar la escuela primaria de mi madre, con sus niños felices y bien criados entrando en tromba por la puerta cada mañana, porque varias organizaciones benéficas internacionales las han convencido de que ser joven en África significa estar rodeado de moscas y alimentado sólo a base de agua contaminada; que ser africano es un ejercicio diario de escapada por los pelos de las garras de un elenco cambiante de caudillos guerreros que deambulan libremente en ropa militar sucia, dando tumbos en la parte trasera de un Jeep 4x4 que pasa zumbando por los polvorientos senderos de la jungla”, añade en el prólogo de su obra el también redactor y editor jefe en VICE.
Nos imaginamos lo que estamos programados para creer, lo que nos dicen los periódicos, los telediarios y las redes sociales. También las películas que vemos o los libros que leemos. Así lo ilustran ejemplos como que cuando se dice “vudú” tendemos a pensar en algo oscuro, en el muñeco al que se le clavan agujas para causarle un mal a alguien o, que cuando se enseña una foto de Luanda, a muy pocos se les pasa por la cabeza que eso pueda ser una megaurbe angoleña de más de 9 millones de habitantes. Ejemplos como que cuando dices que vas a viajar a algún país africano, te pregunten: “¿Y no te da miedo?” No hay mucho que hacer si el imaginario que se perpetúa siempre es el mismo. Si no hay una ruptura.
¿Turismo para hacer caer estereotipos?
En Benín, ahora mismo, el gobierno del país -con Talon a la cabeza y contando con capital chino y francés- está haciendo una inversión muy fuerte para que, de aquí a dos años, esta tierra costera ubicada entre Nigeria y Togo esté preparada para recibir a ojos curiosos, cámaras colgando del cuello, bolsillos con dinero preparados para gastar francos CFA en algún souvenir del Templo de las Pitones, en visitar los antiguos palacios de los reyes de Abomey (capital del antiguo reino de Dahomey), en conocer la ruta de los esclavos de Ouidah o dormir sobre el agua de un enorme lago en Possotomé. Hasta ahí más o menos bien, es lo que hay, es el tipo de turismo que hemos mamado: llegar, conocer en veinte minutos (o menos), hacer la foto -ahora, más que nunca, HACER LA FOTO- y largarnos. Si se hace en otros lugares, ¿por qué no allí?
Hablando de este tema con Eméline, trabajadora en uno de los hoteles de Ouidah, ella se mostraba contenta con la idea: “Es muy bueno para el país, para nuestros niños, que tendrán más oportunidades”, dijo, seguramente pensando en sus pequeños de 8 y 10 años. Y seguramente no le faltaba razón. Es innegable que el turismo traerá desarrollo y beneficios. Ya se está viendo en la mejora de las infraestructuras -edificios, carreteras- que se está produciendo en el territorio beninés. Pero, ¿a qué precio? ¿Quién sale ganando si el modelo turístico que se exporta a África es el mismo que tenemos en Europa, en España, en Canarias, donde tras mucho hartazgo la gente está saliendo a la calle a protestar? Son preguntas que no podía evitar hacerme entonces y para las que, tras semanas de reflexión y de releer notas, todavía no tengo una respuesta clara. Sí algunas sensaciones.
Cuando me acercaba a esos lugares -palacios, museos, monumentos como el de la estatua de la amazona en Cotonou-, muchos de ellos en obras, mi cabeza estaba tranquila. Me convertía en una mezcla de turista y periodista que se acerca a conocer, cámara y grabadora en mano, la historia de un país del que hasta hacía poco apenas tenía idea. Sentía que el intercambio que se producía ahí era ¿correcto?, si es que se puede utilizar esa palabra; simétrico, quizá. Pero hubo otro tipo de “excursiones” que despertaron un sentimiento de extrañeza y de esto-no-debería-ser-así en mi interior, esas en las que, siempre con un guía local, iba a visitar algún poblado remoto en el que lo único que estaba haciendo allí la gente era vivir su día a día. De repente, su cotidianidad se convertía -o así lo sentía yo- en una atracción turística más, algo más que fotografiar, click click, para luego irte al siguiente punto del viaje planificado. El check en la lista. La foto para el postureo. Y ya.
No podía evitar sentirme una invasora de su rutina, de sus tiempos, como si sus quehaceres -cuidar de los niños, ir a por agua, llevar a comer a las vacas, peinarse, comer- fueran un objeto de consumo. Quizá lo estoy llevando al extremo: una aproximación respetuosa y, sobre todo, si se hace desde el punto de vista periodístico o antropológico para tener una mayor comprensión de cómo viven los otros y comprenderlos es algo positivo, necesario. Pero, ¿hasta qué punto el modelo de turismo -y de vida acelerada- actual permite un acercamiento así? ¿Hasta qué punto puede ayudar a romper con el estereotipo que describe Faloyin basado en la dicotomía de “pobreza o safari”? ¿En manos de quién está la misión de hacer que este gran cliché caiga? ¿Hasta qué punto sería beneficioso que las calles y los caminos de tierra naranja de Benín se llenaran de grupos de cabezas blancas con mofletes colorados -porque turismo interno en África todavía hay poco- fotografiando como locos todo lo que ven a su alrededor para luego irse al hotel a tomarse un mojito en la piscina?
Asimetría. Globalización. Mundo acelerado en el que no hay espacio para cambiar los moldes establecidos, ni para la reflexión o las preguntas difíciles. Donde la pausa es un privilegio. Quizá, ante todo eso, dejar los interrogantes en el aire sea la mejor respuesta.