El juego de las monedas y el efecto llamada
La visita de Pedro Sánchez fue una oportunidad para hablar de otra manera de nuestra relación con África y de los africanos, pero acabó como siempre.
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“Diles que vengan a Kedougou y se pongan en contacto conmigo”. Esa fue la reacción de Alseyni a finales de agosto cuando le dije que el presidente español, Pedro Sánchez, estaba de visita en Senegal. Kedougou es la región más pobre de Senegal aunque atesora las reservas de oro más grandes del país.
La visita de Pedro Sánchez fue una oportunidad para hablar de otra manera de nuestra relación con África y de los africanos, pero acabó como siempre: Sánchez marcó perfil conciliador y habló de la necesidad de una migración ordenada, y circular. La oposición en España aprovechó para hablar del efecto llamada, de todos esos miles de africanos que gracias a esta visita ahora tenían claro que era el momento de coger una patera e intentar ir hacia España. Alseyni no sabía ni como se llamaba el presidente de España, y su visita no le suscitó el menor interés más allá de lamentar, jocosamente, que no le hubieran visitado en su pueblo; pero él sí que lo sabe todo sobre el efecto llamada, al igual que millones de senegaleses que ni saben -ni les importa- quien mande en España.
Alseyni fue uno de los que intentó llegar a Europa a través de Libia, y su periplo acabó en un retorno voluntario financiado por la Organización Internacional de las Migraciones. Un retorno tan voluntario como puede ser voluntario un retorno cuando has sido torturado en una cárcel libia, claro. Gastó miles de euros y no logró llegar a Europa. Cuando le entrevisté a mediados de marzo, un joven escuchaba nuestra conversación: el camino, las torturas, los golpes, los gastos, el sufrimiento, todo para acabar viviendo de nuevo en un pueblo de Senegal, a pocos kilómetros de la frontera con Guinea. Youssuf, un joven de 20 años, nos escuchaba. Alseyni, que ronda los 40, está casado y tiene un trabajo estable, pero seguramente lo volvería a intentar si pudiera. Me giré hacia Youssuf y le pregunté si, tras conocer los problemas que había mencionado Alseyni, él intentaría ir hacia Europa sabiendo que podía encontrarse eso.
Youssouf giró entonces la entrevista: “Deja que te haga yo una pregunta. ¿Cuál es el salario mínimo en España?”
- 1000 euros-
Youssouf sonrió, se encogió de hombros y miró a Alseyni y a otro de sus amigos que estaba allí cerca, dando a entender que no había nada más de lo que hablar. Yo le dije que con 1000 euros en España no puedes ni pagar el alquiler, que la comida es carísima, que con 1000 euros no conseguirás nada. Más tarde Youssouf me contó: sus jornadas de horas y horas reparando coches destartalados, sus viajes en moto hacia Mali trasladando piezas, su sudor y su suciedad diaria tras acabar de trabajar, apenas valían 50 euros al mes. Nandoumari queda lejos de la Moncloa, pero fue allí donde me enseñaron qué diablos es el “efecto llamada”.
La anterior historia es un ejercicio de progresismo impecable. Quizá podría venderla a un periódico progre, en España hay unos cuantos -aunque no pagan muy bien. Una historia sobre la desesperación de la gente de un pueblo pobre de la zona más pobre de uno de los países más pobres del mundo. Con un poco de ‘maldición de los recursos’ de por medio, hablando del oro. ‘La paradoja: pese a tener tanto oro, son pobres’. Genial. Levemente católica sin llegar a ser una misa dominical. Nosotros, que tenemos tanto, debemos apiadarnos del pobre Youssouf, que tiene tan poco. O de Alseyni, que sufrió tanto para acabar de nuevo en su pueblo. Ambos nos muestran las ganas que tienen los africanos de venir al mundo rico. Es una historia sin conflicto: los pobres merecen llegar al Paraíso, y resulta que el Paraíso somos nosotros. Deberíamos abrirles las puertas.
Café suizo, café etíope
El problema es que es una historia incompleta en la que nos hemos quedado a vivir, para siempre, en todos los medios occidentales. No voy a hablar del colonialismo ni la esclavitud, no se preocupen. Basta con mirar qué pasa hoy mismo, mañana, pasado.
La Unión Europea importa cada año miles y miles de toneladas de café. En la lista de países de origen de las importaciones podemos encontrar historias increíbles. Suiza vende menos cantidad de café a la UE (53.000 toneladas) que Etiopía (59.000 toneladas) pero gana cinco veces más: 1.500 millones de dólares para Suiza, 300 millones para Etiopía. Y eso que en Suiza no hay ninguna plantación de café. De hecho, una parte del café que Suiza importa -antes de procesarlo y revenderlo- se lo compra a Etiopía. Este año lo compran a unos 6 dólares el kilo y lo venden a más de 30 dólares el kilo. Cuando sube el precio del café sin procesar lo venden un poco más caro o recortan levemente el margen. Así cada año. Nespresso, what else?
Lo máximo a lo que aspiran las almas bellas del progresismo europeo es hablar de comercio justo. Es decir, Suiza debería pagarles 7 dólares a los etíopes y vender a 34, o 35 o 36 dólares. Pondrían una etiqueta de un campesino etíope sonriente o enviarían a un periodista a hacer un reportaje sobre como la hija del campesino ahora va a la escuela a estudiar enfermería. “La educación es la semilla para el futuro de Etiopía”. Perfecto para una portada de domingo. La idea de que quizá sería interesante que los etíopes procesaran el café para venderlo a 20 o 30 dólares el quilo ni se nos pasa por la cabeza. Etiopía hizo suspensión de pagos de su deuda hace menos de un año y este verano recibió un crédito del FMI a cambio de una serie de medidas de ajuste. Acaban de dejar flotar su moneda: en junio, un sueldo de 5700 birr eran 100 dólares. Hoy, esos 5700 birr son 47 dólares. Imaginen qué pasaría con su vida si su sueldo pasara a valer la mitad y los precios no pararan de subir. La migración, en términos macroeconómicos, no es nada más que millones de personas persiguiendo tener monedas fuertes en su bolsillo: euros y dólares.
Egipto y Nigeria, al igual que Etiopía, se hallan en negociaciones con acreedores e instituciones cuyas recomendaciones son exactamente las mismas: devalúen su moneda y con la ganancia en competitividad su economía va a ir hacia arriba. En los tres países viven más de 480 millones de personas. Un tercio de la población del continente. El plan de ajuste estructural pretende que Etiopía, gracias a que su café ahora será muy barato para los compradores europeos, va a multiplicar sus ventas. Después de todo, un tercio de las exportaciones etíopes son ese café -y flores. En Egipto pretenden que, después de una devaluación de la libra, los compradores se lancen a consumir naranjas y ropa ‘made in Egypt’, y Nigeria pretende que con la naira por los suelos puedan construir un sector industrial más allá de las exportaciones de petróleo.
Un gran mercado
Es un equilibrio difícil: con algunos países ricos (Alemania) a las puertas de una recesión, nadie va a multiplicar sus compras de café, naranjas o ropa, por muy baratas que estén. Lo que queda, al final, es que las poblaciones de Etiopía, Nigeria y Egipto ya son mucho más pobres -y que todo lo que importan de fuera, como la comida y la energía, es mucho más caro. Uno a uno, los países africanos y sus monedas sin valor -casi todas las monedas del continente han caído desde que Estados Unidos y la Unión Europea subieron los tipos de interés y los capitales volvieron a Occidente- se asemejan a un mercado de comerciantes donde todos intentan vender lo mismo a precios bajísimos.
Si ya has comprado tu lechuga, no vas a comprar más por mucho que te las ofrezcan con más descuentos. Y todos lo hacen por lo mismo: conseguir los ingresos con los que pagar las importaciones de comida y pagar los plazos de deuda -buena parte de ella se la deben a bancos e instituciones de países occidentales. Aunque no se lo compremos en ese momento, esta situación refuerza una realidad: siempre los tendremos a nuestra disposición.
Fue la misma pócima que le recetaron a Senegal en 1994. El Franco CFA -la moneda que ligaba a varios países africanos con Francia, la antigua metrópolis- tuvo una devaluación de un 50%. Con ello debían disparar las exportaciones y diversificar su economía. Desde entonces lo único que han exportado es a su gente, mientras Senegal se convertía en un lugar de grandes oportunidades para la extracción: cacahuetes, pescado, melones, azúcar y, próximamente, petróleo y gas. De Etiopía tendremos café barato. De Egipto, naranjas y ropa. De Nigeria, el petróleo y el gas. De Malawi, mangos.
Bastaría con un consumo energético y eléctrico mayor para que todos los recursos africanos se convirtieran en industrias africanas en los países africanos. Energía que se puede hacer con los recursos disponibles en muchos países africanos, a los que solo les haría falta el capital para transformarlos y las infraestructuras necesarias para transportarlos. Es en esta encrucijada donde se entiende que lo importante que se puede conseguir en África no son sus cacahuetes o sus melones, sino su energía. Si África se industrializara y usara su energía, el problema lo tendría Europa, un continente industrial que se tambalea cada vez que suben los precios de la gasolina, la electricidad o el gas -buena parte de todo ello, importado y procesado desde África. No es que debamos lamentar que sean pobres y nosotros seamos ricos, es que necesitamos que lo sigan siendo.
Mientras los medios occidentales refunfuñan contra el “neocolonialismo chino”, la mayoría de la deuda de África está en manos de acreedores occidentales (tenedores de bonos, Banco Mundial y FMI). Cada crédito en dólares del FMI sirve para reordenar las economías africanas de la misma manera: devaluación de moneda, exportación de recursos baratos a países ricos y privatización de empresas estratégicas. Cada ronda de reformas refuerza a las élites locales, que viven de las licencias y su proximidad al gobierno: para importar comida o para exportar materias primas sin procesar. Son esas élites con las que haremos negocios y a las que luego culparemos del subdesarrollo de África.
Mencionaremos ‘la corrupción’ como causa de todos los males, aunque todas guarden sus depósitos -en dólares y euros- en bancos de nuestros países. ¿Los daños colaterales de todo este sistema? Los pueblos africanos obligados al desplazamiento: de las zonas rurales a las urbanas, entre países africanos. Algunos pocos, hacia Europa. Los pocos que lo hacen nos sirven para hablar de invasión y de ‘efecto llamada’, hacer el penúltimo debate sobre migraciones dando golpes con una moneda de un euro en la barra de un bar, en una tertulia o en la columna de un periódico.
Pobres, somos tan pequeños como para creer que todos estos movimientos se deben a cuatro palabras de nuestro presidente.