Detrás de los cayucos
Solo una mejor comprensión de los conflictos y la falta de oportunidades de la que huyen los migrantes nos permitirá gestionar con cabeza el reto migratorio.
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Canarias vive hoy circunstancias excepcionales. Prácticamente a diario asistimos a la llegada a nuestras costas de decenas de jóvenes africanos que se han atrevido a imaginar un futuro diferente. Detrás de ellos dejan países donde no van a tener las mismas oportunidades que nosotros podemos ofrecerles. Vienen porque han perdido la fe en el mañana, porque saben que no prosperarán, que solo unos pocos lo harán. El camino está lleno de peligros y miles han muerto en el intento. Pero les empuja el motor más poderoso que haya existido jamás. Los sueños.
Si perdemos de vista el origen, si despreciamos esa parte de la historia, si no observamos la foto global de lo que ocurre, estaremos condenados a no entender nada y correremos entonces el riesgo de dejarnos convencer por ese fantasma de odio y rechazo que hoy recorre Europa y que explota, precisamente, el desconocimiento y el miedo de la gente.
En la actualidad, la mayor parte de quienes llegan a Canarias en esos cayucos proceden de Mali, un país devastado por un conflicto atroz que dura ya 12 años. Es posible que cuando a muchos de nosotros hoy nos pregunten por una guerra en el mundo se nos venga a la mente Ucrania, Gaza o, incluso, Sudán. Pero la espiral de violencia que se desató en Mali en 2012, se extendió a Níger y Burkina Faso y que llega hasta nuestros días es una guerra con todas las letras.
Decenas de miles de personas han sido asesinadas en una insurgencia de carácter yihadista que se mezcla con una rebelión tuareg y que ahora se ha envenenado aún más con el desembarco de mercenarios rusos: ataques constantes, colocación de explosivos, masacres indiscriminadas de civiles por parte de ambos bandos, campos de cultivo abandonados, el comercio paralizado. Hay razones para huir, entiendo hasta la médula a aquellas personas que han perdido la esperanza de quedarse en su tierra.
En lo que va de año han llegado más de 25.000 personas a Canarias por esta mortífera ruta atlántica. Son muchos. Es un desafío, sobre todo por las condiciones en las que llegan. Pero pongamos las cifras en contexto. En África occidental y central hay en la actualidad más de catorce millones de personas que han tenido que dejar atrás sus hogares y han escapado con lo puesto de algún conflicto. La mayoría siguen allí, en sus propios países o han cruzado la frontera más cercana en busca de refugio. Catorce millones. Malviven en campos de refugiados azotados por el viento, dependientes de la exigua ayuda internacional que, oh paradoja, es cada vez menor porque tenemos otras emergencias más mediáticas que atender.
El problema es que el conflicto se extiende a lomos de la pobreza y el abandono y que los espacios de seguridad para esos refugiados se achican, son cada vez menos. Si seguimos mirando de perfil a lo que pasa en el Sahel, si continuamos pensando que es una guerra lejana ante la que podemos permanecer indiferentes, estaremos cometiendo un grave error.
A otros y otras, sin embargo, no es la guerra la que les empuja, sino la falta de oportunidades. En países como Senegal, Marruecos, Gambia o Guinea, son legión los jóvenes que sueñan con una vida mejor, con un sueldo digno, con casarse, construir una casa, con una educación para sus hijos, con una sanidad mínima asequible. Qué fácil e irresponsable es hablar de deportaciones masivas cuando se ignora esta parte de la realidad, cuando se mira para otro lado.
Los expertos están de acuerdo. Europa necesita a los inmigrantes, pero para que estos flujos puedan tener el efecto benéfico que siempre han tenido a lo largo de la historia hay que hacer algo que echamos de menos, gestión compartida y responsable. Eso es lo que le pedimos a nuestras autoridades, que no escondan la cabeza. Es evidente que Canarias no puede asumir sola un reto de la dimensión al que nos enfrentamos. Las islas son hoy un alto en el camino, una parada, una estación de paso para las decenas de miles de inmigrantes que llegan del continente africano. Pero su sueño es más grande que nosotros. Es Europa.
He seguido muy de cerca lo sucedido desde que el 28 de agosto de 1994 llegara la primera patera a Salinas del Carmen, en Fuerteventura. Recuerdo, como si fuera ayer, el primer naufragio de esos nueve jóvenes de Guelmim en 1999, el desconcierto, la sensación de angustia. Durante los primeros años de la década de 2000, los accidentes en las costas de Fuerteventura y Lanzarote costaron la vida a cientos de personas porque no estábamos preparados. Se me viene a la memoria aquella infame terminal del aeropuerto de Fuerteventura donde se hacinaba a los migrantes, los campamentos militares de emergencia en 2006, la pésima gestión de Arguineguín en 2020.
La sensación es de improvisación, de fracaso. Treinta años después hemos mejorado en algunas cosas, como la red de Salvamento Marítimo, pero en muchos aspectos seguimos instalados en la improvisación. El problema de fondo es la percepción de que estamos ante una coyuntura puntual que podemos “resolver”. La narrativa dominante, la que se ha impuesto con el paso de los años, revela este trampantojo. Hablamos de crisis periódicas y desde esa óptica nos enfrentamos a ellas. No es así. El control migratorio se ha ido extendiendo y desde hace casi veinte años se ejerce en las playas de África. Sí, se interceptan cayucos. Pero 2023 fue el año de más llegadas y este va camino de superarlo. Las migraciones no se paran, no se resuelven, no se acaba con ellas. Las migraciones se gestionan desde la comprensión global del fenómeno.
Un cayuco en medio del océano nos habla de esas guerras y esa falta de oportunidades, pero también de una cuestión que creo que es nuclear: prácticamente no tienen posibilidades de venir legalmente. Para la inmensa mayoría de estos jóvenes hoy es una auténtica odisea conseguir no ya un visado, siquiera una cita en el Consulado. Debemos ser conscientes de que abrir vías legales y seguras, dimensionadas y suficientes, es el mecanismo disuasorio más eficaz frente a la opción de los cayucos.
Canarias está donde está. Nadie la va a mover de aquí. Es un archipiélago africano y, al mismo tiempo, la tierra europea más cercana para miles de candidatos a una emigración que tendrá picos y valles, pero que no se detendrá. Lo primero que se debe atender es el drama. Tenemos que contribuir, de la mano de los propios países africanos, a que la red de rescate y salvamento llegue lo más lejos posible. Decenas de naufragios ocurren lejos de nuestras capacidades. Esto es lo urgente. Deberíamos también tender hacia una red de primera acogida, estable, pero flexible, dimensionada a la magnitud de una realidad consolidada, tenaz, que nos acompañará durante mucho tiempo.
Acoger no es solo una palabra. Implica responsabilidad. Canarias hoy se enfrenta al desafío de dar oportunidades a los niños y niñas que llegan en esas barcas, la semilla del mañana. Escuelas, salud, empleo, integración. Ante una llegada sin precedentes, frente a una red sometida a una enorme presión, parece de sentido común que otros territorios de España, incluso de Europa, contribuyan en la tarea. No es un tema político, no puede ser un arma arrojadiza. La acogida a los refugiados de Ucrania demuestra que si se quiere, se puede.
Pero aún con todos los esfuerzos que se puedan hacer, a partir de un cierto número que ya se ha superado, las capacidades decrecen y las posibilidades de seguimiento e integración de esos menores ya no son efectivas. Por eso es urgente que se alcancen acuerdos. Ojalá que no llegue el día que nos tengamos que acordar de cuanto estábamos a tiempo de resolverlo desde la serenidad y el diálogo.
A lo largo de todos estos años ha habido momentos oscuros, en los que llegamos incluso a pensar que este fenómeno era demasiado para este territorio periférico, frágil y fragmentado. Incluso, en ocasiones, hemos hecho caso de quienes esparcen el odio y el miedo con la intención de convertirnos en lo que no somos, quebrar nuestra identidad. Pero no lo consiguieron.
Porque cuando veo el esfuerzo de los voluntarios de Cruz Roja, el trabajo inmenso de los tripulantes de las salvamares, que se adentran decenas de millas en el mar haga frío, truene o diluvie, conscientes de que toda vida vale la pena; cuando veo a los campistas del barranco del Mal Nombre o a los veraneantes de La Tejita dejarlo todo para dar aliento a quienes irrumpen en nuestras playas; cuando veo a Mariquilla, la vecina de Tejeda, que baja a traer un caldero de potaje a los que están en la plaza de la Feria con la mirada perdida o a cientos de personas anónimas organizarse para tirar teléfonos móviles por encima de las vallas de Las Raíces para que los chicos puedan hablar con sus familias. O a mi sobrino pedirme un diccionario de wolof porque quiere hablar con los chavales senegaleses que están acogidos en el centro al lado de su casa. Entonces sé que en la Canarias de la que me siento tan orgulloso de formar parte, aún late con fuerza el mismo corazón que nos llevó por el mundo y que nos hace abrir los brazos al que viene de fuera.
Podemos hacerlo mejor, claro que sí, y a veces nos sentimos perdidos. No sabemos la ruta exacta, pero sí conocemos el rumbo. Y ese el que marca toda esa gente que después de treinta años sigue creyendo que estas islas pueden ser un hogar y no un centro de internamiento. Por todos ellos y ellas y por los miles de muertos que se perdieron, pero sobre todo por quienes llegan con el sueño de Europa en la mirada, vale la pena seguir remando.