Capítulo II - Diario de Casablanca: el culto a la comida
🇲🇦 Seguimos en Ramadán. Esta vez hablamos del Iftar, del culto a la comida y de tiempo en familia.
Hola, ¡ya es viernes! Soraya por aquí 👋🏼
Si tienes hambre, no me leas ni me escuches. O sí. Eso ya es decisión tuya. Hace un par de días que volví de Casablanca, pero he aprovechado mi escapada para escribir algunas crónicas. Esta es la segunda, y si todavía no has leído la primera, aquí la tienes.
Antes que nada. ¡Ya ha salido el segundo episodio de África Mundi en el terreno Especial Ramadán! Si te ha gustado, compártelo con quien quieras y cómo quieras, y si quieres apoyar nuestro trabajo, puedes suscribirte a nuestra newsletter gratuita o convertirse en miembro de AM+.
El poder del olor
Un par de bolsas coloridas se amontonan en el rellano del vecino de mi madre. Si te esfuerzas, puedes intuir la resaca gastronómica de la noche: algún trozo de pan, unos brics de leben y una caja abierta con restos de cruasanes. Giras por el pasillo y otra bolsa. Aunque opaca, desprende un fuerte olor a naranja exprimida.
A media tarde, Casablanca vibra a diferentes niveles. Desde casa, acompaño a mi madre en las compras de última hora para el iftar, la comida que romperá el ayuno. En el barrio de Bourgogne, algunos vuelven, acelerados, de trabajar mientras que otros se sientan a tomar los últimos rayos de sol. Los mercados y los puestos callejeros están a reventar, y en las esquinas, algún que otro rezagado, mira la vida pasar. La vibra de la tranquilidad que le falta a la ciudad.
Hace unos días me topé con un texto que decía que Casablanca olía a sardina podrida. Y no le quito razón, pero eso no es todo. Hables con quien hables, muchos coinciden en que es la ciudad más sucia y menos mimada de Marruecos, pero que ojo, si viene Mohamed VI de visita, de repente las farolas lucen banderas nuevas, rojo relucientes. Pero una vez más, eso es otra historia.
“Me falta un postre”, dice mi madre. Entramos en una pastelería de dos plantas con el escaparate más dulce que verás en tu vida. Los cruasanes rellenos de pistacho parecen que van a explotar en cualquier momento y las mujeres se aglomeran en la caja mientras que las dependientas terminan de preparar las cajitas llenas de delicias. Salimos cargadas, esta noche somos ocho en casa.
De vuelta, cargamos con un kilo de fresas, unas cuantas barras de pan —para variar—, tomates frescos y una garrafa de agua. Ahora ya hemos terminado. Cuando el ascensor abre las puertas en nuestro piso veo que faltan las bolsas de basura de los vecinos y que debajo de las puertas de sus casas, se cuela un rico olor a guiso. A por otro iftar más.
El culto a la comida
En Marruecos, la cocina está en clave femenina. Entre anécdotas y el sonido de la olla exprés, las mujeres de la casa preparan la cena. Desde bien pequeña, mi madre me ha transmitido la pasión por la cocina, ya no tanto en un sentido estrictamente gastronómico, sino más sentimental. Cuando me enseñó a cocinar cuscús, me advirtió de que me quemarían las palmas de las manos cada vez que masajeara la sémola después de cada vaporada. Pero que eso no importaba, había que mimar el producto.
Durante la preparación del iftar, ocurre algo parecido. Los mangos para hacer uno de los zumos —también hay de fresa, de frambuesas y de arándanos—, se pelan con cariño y finura. Solo quitan la piel, sin desperdiciar ni un centímetro del interior. En otra esquina de la cocina, amasan y dan forma a unas mini-quiches que irán rellenas de pollo y puerros, mientras que mi tía me pide que pruebe el punto de la sal de la harira, el guiso de legumbres y verduras, uno de los platos estrella.
Mientras tanto, en el salón, mi abuela mira la tele. Los años ya pesan y aguantar de pie en la cocina no es moco de pavo para ella. Hace unos años era la que mandaba en los fuegos, tenía una mano espectacular para hacer cuscús. Ahora supervisa. La vejez es una mierda.
Tiempo en familia
Como os conté en la anterior crónica, hacía más de seis años que no pasaba por aquí. Mi familia materna vive en Casablanca y, aunque en más de una ocasión hemos hablado de una futura visita a España, no es tan fácil como parece. Saber que tu prima o tía no pueden viajar con la misma facilidad que tú, es un pedazo de golpe de realidad.
Cuando era más pequeña, envidiaba a todas esas amigas con familias enormes —con doscientos primos, algún sobrino y todos los abuelos presentes— y las consecuentes mega celebraciones de Navidad. “Yo en Nochebuena voy con mis tíos por parte de madre y en Navidad con la familia de mi padre”, decían. Nosotros, en cambio, viajábamos una vez al año a Marruecos y aunque lo exprimíamos al máximo, siempre sabía a poco. Las despedidas siempre tenían un año como fecha de caducidad.
Unos años después, en la flor de la adolescencia, comencé a priorizar otros planes. Que si un viaje con no sé quién a no sé donde, que sí lo que me apetece es quedarme en la playa todo el verano, qué vaya rollo ir a Marruecos, allí me aburro. Un sinfín de excusas que retrasaron mi siguiente viaje hasta en cuatro ocasiones. Cuatro años.
Esta noche, sentados todos alrededor de la mesa, esperando a romper el ayuno y dar comienzo al festín, me doy cuenta de lo estúpida que fui.
Esto es un verdadero tesoro.
Siempre interesante y muy ameno