Capítulo I - Diario de Casablanca: un paseo por el pasado y Ramadán
🇲🇦 He vuelto a Casablanca seis años después. Estas son algunas de mis primeras impresiones y reflexiones en pleno Ramadán.
Hola, ¿qué tal? Soy Soraya. Te escribo desde Casablanca, Marruecos. Llevo aquí desde el miércoles y me gustaría compartir contigo algunas sensaciones.
Además, aprovecho para contarte que ¡volvemos con nuestro pódcast en terreno! Esta vez, Especial Ramadán. En el primer episodio cuento qué es el Ramadán, cuál es su significado religioso y algún que otro dato curioso. No te lo pierdas, anda.
Cambios
Hacía 6 años que no venía a Casablanca. Ni a Marruecos en general. Mi madre, sus padres y hermanas nacieron aquí. Mi abuelo era pescador y todas las mañanas salía a faenar en la costa de la ciudad, siempre cerca de la Mezquita de Hassan II. Ayer le enseñé a mi madre que ahora existen aplicaciones para rastrear el tráfico marítimo, desde barcos pesqueros hasta grandes embarcaciones. Su respuesta me dio qué pensar. “Cómo han cambiado las cosas. Podríamos haber vigilado al abuelo cuando salía a pescar y no esperar a que, Dios sabe cuándo, volviera a casa”.
Efectivamente, cómo han cambiado las cosas. Sentía la ciudad más bulliciosa de lo normal. Me decía mi prima Meryem que Casablanca ya no es lo que era, que la están descuidando y que ahora, hay más hervor en las calles contra la gestión de Mohamed VI. Qué sorpresa, eso sí que es un cambio.
También me contaba que sí, que había nuevos hospitales, mejores pavimentos en las carreteras, un nuevo paseo marítimo en la Corniche —antes todo eran rocas de piedra— e incluso nuevas infraestructuras para el transporte público. Pero —el gran, pero— en el fondo, no era la Casablanca que ellos querían.
Hace años, durante el periodo de Ramadán, la ciudad organizaba grandes carpas y mercados de artesanía donde la gente se reunía al romper el ayuno. Ahora, nada. A lo largo del resto del año, organizaban festivales de cine y de música tradicional. Los marroquíes salían a bailar, participaban en concursos de arte callejero y la cultura estaba más presente que nunca. Ahora, nada.
Esos cambios han traído conseguido malestar. Hace unos días, las fuerzas de seguridad desalojaron a más de 700 migrantes subsaharianos que vivían alrededor de la estación de bus Ouled Ziane. Durante cuatro días, se puso en marcha un plan de desmantelamiento que también dice mucho del punto hasta dónde ha llegado la sociedad civil marroquí. De uno de los grandes cambios. Hay más racismo que nunca, pero eso ya es otra historia.
Una vuelta al pasado
Durante la tarde del miércoles, Fran y yo decidimos perdernos por la ciudad. Y de tanto perderme, me reencontré. Después de grabar las piezas de audio para el pódcast —como podía, porque el viento que entraba por la Corniche lo hacía casi imposible— nos escurrimos por las callejuelas alrededor del Hospital de Moulay Youssef. Un grupo de niños jugaban al fútbol, las niñas estaban sentadas en las repisas de sus portales, hablando, mientras que el gerente del pequeño ultramarinos contaba una a una las monedas para cobrar un paquete de papas. En las ventanas de los pisos más altos, las mujeres sacudían las alfombras y alguna que otra saludaba a la cámara de Fran.
“Esto es muy familiar”, le dije a Fran. Al volver a casa le conté a mi madre dónde habíamos estado y lo mucho que me sonaban aquellas callejuelas. “La abuela vivía cerca, hasta que derrumbaron su bloque de edificios para construir la carretera que ahora une el centro de la ciudad con la mezquita de Hassan II”, me contó. Es verdad. De repente, me catapulté al pasado.
A esa misma hora, durante los últimos rayos del sol, mis primas y yo éramos esas niñas marujas que se sentaban —a la fresca— en el portal de casa de mi abuela. Llevábamos toda la tarde preparando chamia —un pastel de sémola dulce— para luego meterlo en tarritos de colores de plástico y venderlo, por menos de 10 céntimos, a los que pasaban por ahí. Cuando no vendíamos la sémola, corríamos detrás de la pelota, rogaba a mi abuelo un poco de fulus —dinero en árabe— para comprarme algo en un ultramarinos parecido o acompañaba a mi madre al mercado a por higos chumbos y Batbout, el mejor pan que probarás nunca.
Ramadán
Todo esto, en pleno Ramadán. Algún verano que venía a Casablanca coincidía con la época del Ramadán, pero no recuerdo mucho más que ver a mi abuela cocinar y a mis tías y mi madre salir a comprar cada dos por tres. Éramos muchos en casa.
Esta vez, lo entiendo todo. En la ciudad, la vida va cogiéndose a lo largo del día. Por las mañanas, las calles están desiertas: algunos duermen y otros trabajan. Con el paso de las horas, sobre todo alrededor de las dos o tres del mediodía, el tráfico comienza a hervirse y los mercados locales a llenarse. Las seis —una hora antes de romper el ayuno— es el momento más álgido.
Y a las siete, silencio otra vez. La gente corre a sus casas para hacer el iftar, la comida que rompe el ayuno y que da comienzo al festín. Después, otra vez, momento álgido: los comercios abren —tiendas de ropa, bares y restaurantes—y encontrar una mesa en una terraza se convierte en misión imposible.
Precisamente en el pódcast hablo sobre el significado del Ramadán, su trasfondo religioso y el ayuno. Pero hay mucho más allá. No te pierdas el primer capítulo y atento a los próximos.
Nos leemos.
Un abrazo,
Soraya.